
Imagen generada con ChatGPT
Paulatinamente se impuso un nuevo modelo de empresa. No surgió como un concepto teórico, fue una adaptación orgánica. Apareció en empresas pequeñas, nuevas. El fuerte crecimiento de algunas de ellas abrió camino para muchas otras.
El capital social seguía representando la propiedad y los derechos políticos, pero en lugar de aportarlo inversores externos, lo hacían los propios empleados. En muchos casos, dinero prestado por las tres Fs (Family, Friends and Fools), a quienes se añadían los individuos que ya trabajaban en la empresa de una manera mutualizada, prestando a quienes no podían disponer de fondos de otra manera. En función de la responsabilidad que asumían, invertían más o menos. Los ascensos exigían aportaciones adicionales de capital. Y quien dejaba la empresa estaba obligado a vender su participación. Y, por supuesto, dar entrada a un nuevo empleado —y por tanto, a un nuevo socio de capital— implicaba un proceso riguroso que tenía en cuenta su compromiso, su potencial y su alineamiento con el proyecto. La decisión se tomaba colectivamente, con criterio. Y no siempre era afirmativa. Así de simple. Así de radical.
Esta figura se conoció como workowner. No era un término jurídico, sino una convención aceptada al cabo de un tiempo. Igual que los antiguos aprendices de oficios, el workowner llegaba con su herramienta: no en una caja de madera, sino en forma de aportación al capital.
Ese acto marcaba una diferencia profunda. Implicaba una voluntad de permanencia y un compromiso explícito con el proyecto que se ayudaba a construir. No todos querían ese vínculo. Pero quienes lo asumían, lo hacían con la claridad de quien invierte sus propios recursos.
La financiación también cambió de lógica. Ya no se emitían acciones para su venta en los mercados. Se emitían bonos. No eran títulos de propiedad, sino contratos de compromiso. El equipo definía objetivos, métricas y plazos, y lanzaba la emisión. El bono era más o menos atractivo en función de estos objetivos y del interés que ofrecía. Porque el cupón no era fijo: se ajustaba según el cumplimiento. Si la empresa generaba beneficios o alcanzaba los hitos pactados, el inversor cobraba más. Si fallaba, menos o nada. El riesgo y el beneficio eran compartidos. Pero no transfería poder. Quien financiaba aceptaba de antemano que no participaría nunca en la toma de decisiones. Ni en la propiedad. Su única protección era la reputación del equipo emisor.
Estos bonos se negociaban libremente. Su precio fluctuaba como el de cualquier otro activo, en función de la oferta y la demanda. Si la organización demostraba fiabilidad, el precio subía y la siguiente ronda se abarataba. Si fallaba, ocurría lo contrario. En otros tiempos hubo mecanismos similares —como el préstamo participativo—, pero eran opacos, marginales, y no negociables. La evolución de aquellos se convirtió en la norma. La financiación externa ya no era cesión ni subordinación. Y los traders y especuladores desaparecieron, para dejar paso a unos inversores más comprometidos con el plan.
El balance también cambió. Lo que antes eran costes —formación, curva de aprendizaje, desarrollo interno— pasó a considerarse inversión. No por ideología, sino por rigor. Un workowner nuevo era, al principio, ineficiente: ese desfase se registraba como gasto. Pero si aprendía, si permanecía, si alineaba su trayectoria con la del proyecto, ese esfuerzo inicial se convertía en valor. Se activaban en balance los gastos en formación, en integración, incluso en transmisión de saber. No se trataba de inflar activos, sino de reconocer lo que ya ocurría: que una empresa madura valía más no solo por lo que tenía, sino por lo que sabía hacer con lo que tenía. Y cuando alguien se marchaba —por despido o por decisión propia—, la contabilidad lo reflejaba. No era solo una baja en plantilla: era una pérdida de patrimonio. A veces pequeña. A veces crítica. La contabilidad representaba de esta forma una imagen más realista de los estados financieros de la empresa, al tener en cuenta el “coste de reposición” del activo humano, al que se había reconocido así un valor sustancial.
Las decisiones operativas se delegaban, pero las estratégicas o de gran peso se debatían y votaban. La pista de cómo podrían funcionar la dieron las DAOs (Decentralized Autonomous Organizations) y las DeFi (Decentralized Finance): entidades descentralizadas que comenzaron a funcionar en los años ‘20s. Organizaciones anónimas y extraterritoriales, no sujetas a la ley de un país concreto, basadas en Blockchain y sistemas abiertos. Las votaciones se realizaban en base a tokens, con un sistema que evitaba que un individuo con muchos votos tuviese demasiado peso. Cada acción otorgaba un token de gobernanza.
Aquellas empresas ya desaparecieron, sí, pero no por colapso. Funcionaron muy bien y terminaron siendo la base de la economía durante más de una década. Sin embargo, cuando la inteligencia artificial, los robots y los androides asumieron la mayor carga de la fabricación de bienes y de la prestación de servicios, el trabajo dejó de ser el centro de la actividad y de las preocupaciones humanas. La producción continuó, desde luego, y fue entonces cuando nuestra involucración en la operativa se hizo innecesaria. Las cuestiones cruciales de cómo repartir lo generado, y a qué dedicar el tiempo se resolvieron algo más tarde, y fue un cambio trascendente pero duro.
El Estado cambió. La empresa cambió. También las preguntas cambiaron.
Quienes vivieron esos momentos y aquel modelo —no como empleados, sino como workowners— recuerdan una forma distinta de trabajar: aún operativa, pero corresponsable, vinculada, con sentido.