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Durante años, nadie en la ciudad quiso oír el zumbido. Al principio apenas era un murmullo lejano, un sonido que al poco deja de ser percibido, como el ruido del frigorífico.

Luego creció hasta ser parecido al de las cigarras en el pinar. Uno de esos que solo notas cuando se detiene. Pero este nunca paraba.

Después trajo unas pequeñas vibraciones, tan leves como las campanas del reloj de una iglesia lejana. ¿Quién oye todos los cuartos?

—No hay que alarmarse —aseguraban los técnicos en los medios públicos—. Todo está dentro de los rangos normales.

—Siempre ha sonado así —aseguraban los mayores, pensionistas ya—. No es nada nuevo.

Y así fue como aprendimos a vivir con esto. Pero el volumen del zumbido fue creciendo paulatinamente. A veces hacía difícil dormir. Se filtraba por los muros, por las ventanas de doble cristal, traspasando incluso aislamientos técnicos. Pero en lugar de buscar la fuente, la gente pidió tapones para los oídos. Las farmacias agotaron su stock. Las escuelas los incluyeron en la lista de la mochila. Las empresas los entregaron como parte del “Programa de bienestar auditivo”.

Luego vino el apagón. No uno total, ni repentino. Fue un apagón a cámara lenta. Primero se cayó la red de noticias independientes. Más tarde, las bibliotecas dejaron de recibir libros nuevos. Después, las conversaciones empezaron a repetirse, todas similares, todas llenas de frases narrativas, todas consagradas.

Pero ya nadie lo notaba.

Con los oídos sellados, aprendimos también a hablar menos. A escribir con precaución, con desgana, quizá con miedo. A desconfiar del impulso de preguntar. A reprimir ese incómodo picor en el lóbulo prefrontal que nos atacaba cuando algo no encajaba. Lo llamábamos “estrés informativo”. Triptófano con magnesio en el desayuno, para satisfacción de Ana María Lajusticia (qepd).

La última vez que vi a alguien quitarse los tapones fue en el aeropuerto. Un hombre mayor, tembloroso, se los arrancó de cuajo y gritó algo que, obviamente, nadie oyó. Lo arrastraron en silencio. Ni siquiera produjo un leve escándalo. Solo el zumbido, constante, cada vez más fuerte.

Y ahora que lo pienso, no sé si yo también grité alguna vez. No lo recuerdo.

Tal vez también me callé cuando todavía se podía hablar.

Tal vez todos lo hicimos.


Jose Manuel Arnaiz

Madrid, mayo 2025

Originalmente publicado en La Huella Liberal


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Hubo un tiempo en el que el sistema funcionaba. No era perfecto, pero admito que impulsó un enorme progreso. Una mezcla de capitalismo y democracia representativa que sostuvo la estabilidad durante dos siglos y medio. Hasta que se desmoronó estrepitosamente.

La transformación digital no fue solamente una revolución tecnológica; indujo un cambio de paradigma. El ordenador personal en 1981, Internet y los smartphones en 2000, y la IA de los 20, condujeron a la civilización a un punto en el que las estructuras tradicionales empezaron a resquebrajarse. Acceso universal e instantáneo a la información, con su consecuente capacidad de supervisión, manipulación y coacción.

Primero fue el trabajo: la jornada laboral de ocho horas dio paso a un mercado de talento deslocalizado, donde el mérito y la motivación reemplazaron a la absurda presencia. Para 2026, más de la mitad de los trabajadores en EE. UU eran ya freelancers. Después impactó de lleno en la economía: el monopolio sobre el dinero que detentaban los estados territoriales de la época empezó a hacer agua con la llegada de las criptomonedas, y su propuesta radical de privacidad y descentralización, constituyendo una alternativa muy real, y subversiva, al control gubernamental.

Pero el verdadero terremoto llegó con la política. La gente había dejado de confiar en sus representantes. La disonancia entre la voluntad popular y la acción gubernamental se hizo insoportable. Hacia 2034, la combinación de blockchain y plataformas de debate directo y anónimo había ya permitido un cambio radical: la democracia representativa fue sustituida por un sistema de consultas constantes, donde los ciudadanos interesados en cada temática decidían sin intermediarios. Los viejos partidos políticos, incapaces de adaptarse, quedaron obsoletos.

La gobernanza, del mismo modo, dio un giro radical. La sabiduría colectiva, canalizada mediante sistemas abiertos y trazables, sustituyó a las decisiones impuestas por las élites políticas. Los debates abiertos, anónimos y descentralizados reemplazaron la polarización ideológica.

La política dejó de ser un oficio, y los gestores públicos pasaron a ser profesionales elegidos por competencia, sujetos a un escrutinio implacable y directo.

La hiper-productividad consecuencia de la Inteligencia Artificial cambió el significado más atávico del trabajo, dejando de ser el foco absoluto de la necesidad humana para convertirse en un instrumento de satisfacción y desarrollo personal. Nada fácil, sin duda, tuvo que ser dar a luz a un buen sistema de reparto de lo producido, pero terminaron alcanzando un equilibrio racional, superando las tensiones generadas por los oligarcas tecnológicos que ejercían su dominio como tiránicos reyes medievales.

El dinero dejó de ser un instrumento de control estatal. La tributación evolucionó hacia un modelo de imposición sobre el gasto, dejando atrás los simplistas e injustos sistemas orientados a recaudar en base al ahorro y a la renta. En realidad, el dinero no era más que una deuda que la Sociedad adquiría con quien lo ganaba. Un bien o un servicio a cambio de un número de euros o sats. La acumulación de euros solamente incrementaba la deuda de la sociedad con el individuo que lo guardaba en lugar de usarlo inmediatamente. La digitalización permitió registrar los gastos preservando la privacidad, y logrando un sistema fiscal más justo, transparente y eficiente. Pagaba más quien más recursos consumía para sí mismo.

En definitiva, fue entonces cuando el hombre substituyó definitivamente el Contrato Social enunciado en 1762 por Rousseau por un nuevo esquema, menos territorial, menos individualista, más vocacional, más generoso. Sin imposiciones arbitrarias, sin intermediarios innecesarios.

Y duró, como todos sabéis, hasta que logramos inventar uno mejor.

Bienvenidos al futuro de la libertad.


Jose Manuel Arnaiz

Madrid, marzo de 2025

Originalmente publicado en La Huella Liberal

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En mitad del ancho río, el agua parecía guardar un secreto. No había puente entre las dos aldeas, sólo un remanso donde la corriente se aquietaba, como si escuchara.

No se cruzaban palabras entre orillas. Solo miradas breves y lejanas, como quien reconoce a alguien que vive en un mundo parecido pero no igual.

Cada mañana, al despuntar la luz, los pescadores de ambas orillas lanzaban sus redes hacia el mismo centro.

En una de las márgenes, antes de llevar la pesca a la plaza, abrían cada pez, olían la carne, contaban las escamas, miraban al cielo buscando un signo que dijera si el día era propicio.

En la otra, apenas el pescado tocaba tierra, lo ponían sobre las brasas, seguros de que lo que llegaba era suficiente.

Un día de verano, algo brilló bajo el agua. No era reflejo del sol ni sombra fugaz: aquello permanecía allí, girando como una rama de hojas metálicas, avanzando y retrocediendo, lanzando destellos que aparecían y se apagaban, como si midieran el tiempo.

Al caer la tarde, los destellos alcanzaron ambas orillas: ¡peces dorados!

En un lado, los pasaron de mano en mano, anotando medidas, pesándolos en viejas balanzas, cotejando sus hallazgos con crónicas casi borradas. Cuando al fin se decidieron a probarlos, recordando que los ancestros los habían consignado por su extraordinario sabor, la carne ya estaba seca.

En la aldea de enfrente, fueron directos a la olla. Comieron tan deprisa que nadie reparó en la multitud de pequeñas espinas, que se habrían quitado con algo más de cuidado.

Al anochecer, el río siguió su curso. Al amanecer, el remanso estaba vacío.

Pasaron los años, y cada cual repitió el relato a su modo.

Cuando nuevos brillos aparecieron, ninguno recordó con exactitud qué hacer.

El río volvió a ofrecer, y volvió a llevarse.


Jose Manuel Arnaiz

La Revilla, agosto de 2025


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Paulatinamente se impuso un nuevo modelo de empresa. No surgió como un concepto teórico, fue una adaptación orgánica. Apareció en empresas pequeñas, nuevas. El fuerte crecimiento de algunas de ellas abrió camino para muchas otras.

El capital social seguía representando la propiedad y los derechos políticos, pero en lugar de aportarlo inversores externos, lo hacían los propios empleados. En muchos casos, dinero prestado por las tres Fs (Family, Friends and Fools), a quienes se añadían los individuos que ya trabajaban en la empresa de una manera mutualizada, prestando a quienes no podían disponer de fondos de otra manera. En función de la responsabilidad que asumían, invertían más o menos. Los ascensos exigían aportaciones adicionales de capital. Y quien dejaba la empresa estaba obligado a vender su participación. Y, por supuesto, dar entrada a un nuevo empleado —y por tanto, a un nuevo socio de capital— implicaba un proceso riguroso que tenía en cuenta su compromiso, su potencial y su alineamiento con el proyecto. La decisión se tomaba colectivamente, con criterio. Y no siempre era afirmativa. Así de simple. Así de radical.

Esta figura se conoció como workowner. No era un término jurídico, sino una convención aceptada al cabo de un tiempo. Igual que los antiguos aprendices de oficios, el workowner llegaba con su herramienta: no en una caja de madera, sino en forma de aportación al capital.

Ese acto marcaba una diferencia profunda. Implicaba una voluntad de permanencia y un compromiso explícito con el proyecto que se ayudaba a construir. No todos querían ese vínculo. Pero quienes lo asumían, lo hacían con la claridad de quien invierte sus propios recursos.

La financiación también cambió de lógica. Ya no se emitían acciones para su venta en los mercados. Se emitían bonos. No eran títulos de propiedad, sino contratos de compromiso. El equipo definía objetivos, métricas y plazos, y lanzaba la emisión. El bono era más o menos atractivo en función de estos objetivos y del interés que ofrecía. Porque el cupón no era fijo: se ajustaba según el cumplimiento. Si la empresa generaba beneficios o alcanzaba los hitos pactados, el inversor cobraba más. Si fallaba, menos o nada. El riesgo y el beneficio eran compartidos. Pero no transfería poder. Quien financiaba aceptaba de antemano que no participaría nunca en la toma de decisiones. Ni en la propiedad. Su única protección era la reputación del equipo emisor.

Estos bonos se negociaban libremente. Su precio fluctuaba como el de cualquier otro activo, en función de la oferta y la demanda. Si la organización demostraba fiabilidad, el precio subía y la siguiente ronda se abarataba. Si fallaba, ocurría lo contrario. En otros tiempos hubo mecanismos similares —como el préstamo participativo—, pero eran opacos, marginales, y no negociables. La evolución de aquellos se convirtió en la norma. La financiación externa ya no era cesión ni subordinación. Y los traders y especuladores desaparecieron, para dejar paso a unos inversores más comprometidos con el plan.

El balance también cambió. Lo que antes eran costes —formación, curva de aprendizaje, desarrollo interno— pasó a considerarse inversión. No por ideología, sino por rigor. Un workowner nuevo era, al principio, ineficiente: ese desfase se registraba como gasto. Pero si aprendía, si permanecía, si alineaba su trayectoria con la del proyecto, ese esfuerzo inicial se convertía en valor. Se activaban en balance los gastos en formación, en integración, incluso en transmisión de saber. No se trataba de inflar activos, sino de reconocer lo que ya ocurría: que una empresa madura valía más no solo por lo que tenía, sino por lo que sabía hacer con lo que tenía. Y cuando alguien se marchaba —por despido o por decisión propia—, la contabilidad lo reflejaba. No era solo una baja en plantilla: era una pérdida de patrimonio. A veces pequeña. A veces crítica. La contabilidad representaba de esta forma una imagen más realista de los estados financieros de la empresa, al tener en cuenta el “coste de reposición” del activo humano, al que se había reconocido así un valor sustancial.

Las decisiones operativas se delegaban, pero las estratégicas o de gran peso se debatían y votaban. La pista de cómo podrían funcionar la dieron las DAOs (Decentralized Autonomous Organizations) y las DeFi (Decentralized Finance): entidades descentralizadas que comenzaron a funcionar en los años ‘20s. Organizaciones anónimas y extraterritoriales, no sujetas a la ley de un país concreto, basadas en Blockchain y sistemas abiertos. Las votaciones se realizaban en base a tokens, con un sistema que evitaba que un individuo con muchos votos tuviese demasiado peso. Cada acción otorgaba un token de gobernanza.

Aquellas empresas ya desaparecieron, sí, pero no por colapso. Funcionaron muy bien y terminaron siendo la base de la economía durante más de una década. Sin embargo, cuando la inteligencia artificial, los robots y los androides asumieron la mayor carga de la fabricación de bienes y de la prestación de servicios, el trabajo dejó de ser el centro de la actividad y de las preocupaciones humanas. La producción continuó, desde luego, y fue entonces cuando nuestra involucración en la operativa se hizo innecesaria. Las cuestiones cruciales de cómo repartir lo generado, y a qué dedicar el tiempo se resolvieron algo más tarde, y fue un cambio trascendente pero duro.

El Estado cambió. La empresa cambió. También las preguntas cambiaron.

Quienes vivieron esos momentos y aquel modelo —no como empleados, sino como workowners— recuerdan una forma distinta de trabajar: aún operativa, pero corresponsable, vinculada, con sentido.

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