EL AMANECER DE UNA NUEVA LIBERTAD


Imagen generada con ChatGPT

Hubo un tiempo en el que el sistema funcionaba. No era perfecto, pero admito que impulsó un enorme progreso. Una mezcla de capitalismo y democracia representativa que sostuvo la estabilidad durante dos siglos y medio. Hasta que se desmoronó estrepitosamente.

La transformación digital no fue solamente una revolución tecnológica; indujo un cambio de paradigma. El ordenador personal en 1981, Internet y los smartphones en 2000, y la IA de los 20, condujeron a la civilización a un punto en el que las estructuras tradicionales empezaron a resquebrajarse. Acceso universal e instantáneo a la información, con su consecuente capacidad de supervisión, manipulación y coacción.

Primero fue el trabajo: la jornada laboral de ocho horas dio paso a un mercado de talento deslocalizado, donde el mérito y la motivación reemplazaron a la absurda presencia. Para 2026, más de la mitad de los trabajadores en EE. UU eran ya freelancers. Después impactó de lleno en la economía: el monopolio sobre el dinero que detentaban los estados territoriales de la época empezó a hacer agua con la llegada de las criptomonedas, y su propuesta radical de privacidad y descentralización, constituyendo una alternativa muy real, y subversiva, al control gubernamental.

Pero el verdadero terremoto llegó con la política. La gente había dejado de confiar en sus representantes. La disonancia entre la voluntad popular y la acción gubernamental se hizo insoportable. Hacia 2034, la combinación de blockchain y plataformas de debate directo y anónimo había ya permitido un cambio radical: la democracia representativa fue sustituida por un sistema de consultas constantes, donde los ciudadanos interesados en cada temática decidían sin intermediarios. Los viejos partidos políticos, incapaces de adaptarse, quedaron obsoletos.

La gobernanza, del mismo modo, dio un giro radical. La sabiduría colectiva, canalizada mediante sistemas abiertos y trazables, sustituyó a las decisiones impuestas por las élites políticas. Los debates abiertos, anónimos y descentralizados reemplazaron la polarización ideológica.

La política dejó de ser un oficio, y los gestores públicos pasaron a ser profesionales elegidos por competencia, sujetos a un escrutinio implacable y directo.

La hiper-productividad consecuencia de la Inteligencia Artificial cambió el significado más atávico del trabajo, dejando de ser el foco absoluto de la necesidad humana para convertirse en un instrumento de satisfacción y desarrollo personal. Nada fácil, sin duda, tuvo que ser dar a luz a un buen sistema de reparto de lo producido, pero terminaron alcanzando un equilibrio racional, superando las tensiones generadas por los oligarcas tecnológicos que ejercían su dominio como tiránicos reyes medievales.

El dinero dejó de ser un instrumento de control estatal. La tributación evolucionó hacia un modelo de imposición sobre el gasto, dejando atrás los simplistas e injustos sistemas orientados a recaudar en base al ahorro y a la renta. En realidad, el dinero no era más que una deuda que la Sociedad adquiría con quien lo ganaba. Un bien o un servicio a cambio de un número de euros o sats. La acumulación de euros solamente incrementaba la deuda de la sociedad con el individuo que lo guardaba en lugar de usarlo inmediatamente. La digitalización permitió registrar los gastos preservando la privacidad, y logrando un sistema fiscal más justo, transparente y eficiente. Pagaba más quien más recursos consumía para sí mismo.

En definitiva, fue entonces cuando el hombre substituyó definitivamente el Contrato Social enunciado en 1762 por Rousseau por un nuevo esquema, menos territorial, menos individualista, más vocacional, más generoso. Sin imposiciones arbitrarias, sin intermediarios innecesarios.

Y duró, como todos sabéis, hasta que logramos inventar uno mejor.

Bienvenidos al futuro de la libertad.


Jose Manuel Arnaiz

Madrid, marzo de 2025

Originalmente publicado en La Huella Liberal