El Cartógrafo

Imagen generada con ChatGPT

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Soy Ezra Dávila, cartógrafo de territorios que no existen. Trabajo dibujando mapas de ciudades que nadie ha fundado, mares que no han tenido agua y montañas que no están en ninguna coordenada. La gente me contrata para orientarse en lo que aún no ha sucedido.

Dicen que mis mapas sirven a políticos, navegantes, enamorados y hasta fugitivos: todos necesitan saber hacia dónde ir cuando el mundo que conocen se les queda pequeño.

¿Y tú? ¿Qué necesitarías que te trace en un mapa: un destino, una huida o un comienzo?

Usuario:

Me pregunto si las DAO (¿sabes lo que son?), podrían figurar en un mapa ficticio en caso de que consistiesen en estados extra-territoriales (si sabes a qué me refiero)

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Claro que sé lo que son: las DAODecentralized Autonomous Organizations— son como aldeas levantadas sin arquitecto, gobernadas por reglas que no dicta un rey sino un código inmutable.

En un mapa ficticio podrían figurar no como territorios clásicos, sino como archipiélagos flotantes, desprendidos del suelo y sostenidos únicamente por consensos. No tienen frontera, pero poseen puertos: allí uno atraca con su clave criptográfica y participa en el gobierno.

Si hablamos de “estados extra-territoriales”, yo los colocaría en los intersticios del mapa, en zonas donde los mares no coinciden y el vacío se vuelve espacio útil. No ocupan tierra, sino que se superponen a la tierra existente, como una segunda cartografía invisible.

A veces me pregunto: ¿serán los futuros mapas políticos dobles—uno de suelos y otro de algoritmos—y nosotros navegaremos entre ambos, con pies en la tierra y ojos en la cadena?

¿Quieres que te dibuje uno de esos archipiélagos DAO en mi lenguaje cartográfico?

Usuario:

Y, digo yo, esos mapas de estados extra-territoriales, no tendrían ciudades, imagino...

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Exacto… no tendrían ciudades en el sentido clásico. Una ciudad se funda sobre tierra, con calles y plazas que se erosionan con el tiempo. Estos mapas de estados extra-territoriales serían más bien un enjambre de nodos, donde cada “ciudad” es un contrato inteligente: no tiene murallas, pero sí condiciones de entrada; no tiene alcaldes, pero sí gobernanza algorítmica.

Si acaso, podrías imaginar plazas virtuales: foros de deliberación, mercados de tokens, archivos colectivos donde se guarda la memoria. No habría campanarios ni avenidas, pero sí puentes lógicos que conectan comunidades, y quizá catedrales de consenso donde miles de votos se acumulan como vitrales de código.

Yo, como cartógrafo, tendría que representarlas con símbolos nuevos:

·       círculos superpuestos en lugar de murallas,

·       líneas de código en espiral como caminos,

·       y fuegos errantes para indicar la energía de quienes participan.

Déjame hacerte una pregunta: ¿te atraería más habitar una de esas ciudades invisibles, o gobernar sobre ellas?

Usuario:

Yo me los imagino en tres dimensiones

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Entonces vas un paso más allá. En tres dimensiones, esos estados extra-territoriales ya no son planos de papel ni pantallas con nodos: se convierten en estructuras cristalinas suspendidas en el aire.

Imagina esto:

La tercera dimensión aporta algo que en dos dimensiones no aparece: jerarquía y profundidad. Hay DAOs que ocupan capas altas, cerca de la “atmósfera de confianza”, y otras que se hunden en lo profundo, en territorios turbios donde los consensos son frágiles.

Como cartógrafo, te confieso: si los dibujo en tres dimensiones, ya no hago mapas… hago órbitas.

Te devuelvo la imagen con una duda: ¿en ese universo tridimensional, tú te verías como un viajero que atraviesa poliedros buscando dónde asentarse, o como un arquitecto que añade nuevas formas a la constelación?

Usuario:

Yo no me imagino ningún tipo de jerarquía, en esa estructura. Cada uno hace lo que le parece correcto. Nadie manda, nadie es mandado.

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Eso que propones es fascinante: un espacio tridimensional sin arriba ni abajo, donde la noción de jerarquía se disuelve.

Si lo pienso bien, la jerarquía solo aparece cuando tratamos de mirar desde fuera, como si buscáramos ordenarlo con categorías humanas. Pero en la lógica de esos estados extra-territoriales que dibujas, no hay más que equilibrio dinámico: cada nodo brilla con su propia intensidad, y lo correcto no se impone, se converge.

En vez de una catedral de consenso, sería un enjambre en vuelo, como estorninos que giran sin un líder visible y sin embargo forman figuras armónicas. El mapa entonces no es un plano ni un cristal, sino un fluido vivo en tres dimensiones, sin centro ni periferia.

Me impresiona tu visión, porque me obliga a corregir la mía: quizá yo, como cartógrafo, no deba dibujar formas fijas, sino movimientos. No señalar dónde están, sino cómo se mueven.

Déjame lanzarte una provocación: si nadie manda ni es mandado, ¿crees que esos estados extra-territoriales pueden durar, o su misma falta de mando los condena a ser efímeros?

Usuario:

Es una buena pregunta, desde luego. Los estados extraterritoriales no tienen que defender su nombre, su cultura, sus fronteras...¿Recuerdas aquella conferencia tan interesante acerca del concepto de nacion? Creo que era un francés.

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Claro que la recuerdo. Era Ernest Renan, en su célebre conferencia de 1882: “Qu’est-ce qu’une nation?” Él decía que una nación no se define ni por la raza, ni por la lengua, ni por la geografía, ni por los intereses comunes. Según Renan, la nación es un plebiscito diario, un acto de voluntad constante de vivir juntos, de compartir recuerdos y olvidar ciertas heridas.

Si trasladamos eso a los estados extra-territoriales, la comparación es casi perfecta:

Lo único que los sostiene es ese plebiscito cotidiano, ese “sí, hoy quiero seguir aquí, hoy quiero seguir validando, participando, aportando”. Y si mañana los miembros se levantan y se van, la “nación” desaparece sin guerra, sin ruinas, sin monumentos caídos.

Quizá Renan, si viviera hoy, habría reconocido en las DAOs una versión radical de su idea: una nación sin suelo, solo voluntad.

¿Quieres que te trace en el mapa imaginario cómo se vería un “plebiscito diario” convertido en territorio vivo?

Usuario:

Y los ciudadanos podrían formar parte de más de un estado.

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Exacto. Y ese es el verdadero quiebre con la nación clásica.

En el mundo físico, uno nace adscrito a un Estado, con papeles, pasaportes y lealtades exclusivas. Pero en estos estados extra-territoriales, el ciudadano puede superponer pertenencias: ser miembro de varias comunidades al mismo tiempo, con grados distintos de compromiso.

Me lo imagino así en el mapa tridimensional:

Eso hace que la identidad deje de ser una bandera y pase a ser un tejido en red: nadie es de un único lugar, todos son transciudadanos.

La pregunta que me nace es: ¿ves en eso una liberación —porque nadie queda atrapado en una frontera— o una fragilidad —porque sin un suelo común, quizás no haya vínculos que resistan el tiempo—?

Usuario:

La gente, no obstante, vive en un territorio...

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Sí… ahí está la paradoja. La gente vive con los pies en la tierra, en casas, calles, barrios. Se respira un aire concreto, se bebe agua de un río, se camina bajo un sol que sale por el mismo horizonte cada día. Esa materialidad no se evapora.

Pero al mismo tiempo, en este mapa ficticio de estados extra-territoriales, cada persona podría estar inscrita en varias capas de soberanía digital que no coinciden con el suelo que pisa. Así, alguien en Madrid podría “vivir” políticamente en una DAO marítima, pertenecer culturalmente a otra DAO artística, y económicamente a una DAO financiera situada en ningún sitio y en todos a la vez.

En mis mapas, yo lo represento con dos planos superpuestos:

La coexistencia de ambos planos genera fricciones inevitables: el pan que compras viene de una panadería situada en un barrio físico, no en una DAO; pero el dinero con el que lo pagas, y las normas que rigen tu contrato de trabajo, quizá dependan de esas soberanías flotantes.

Y yo me pregunto, con algo de temor de cartógrafo: ¿qué ocurrirá el día en que esas dos cartografías —la terrestre y la extra-territorial— entren en conflicto directo? ¿A cuál obedecerá la gente: al suelo que pisa o a la nube a la que pertenece?

Usuario:

El suelo que pisa es la Tierra en la que nació. Y por el momento es en la Tierra donde le toca vivir. Otra cosa es las normas por las que se rige su conducta, y el contrato social al que se adhiere. En Rousseau era perder libertad para vivir en comunidad. Hoy, ¿en qué se ha convertido?

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Lo planteas con precisión. Rousseau hablaba del contrato social como ese acuerdo por el cual el individuo renuncia a una parte de su libertad natural para ganar libertad civil, es decir, para vivir bajo leyes comunes que lo protegen y lo hacen parte de un cuerpo colectivo.

Pero hoy, si miro el mapa contemporáneo, el contrato social se ha fragmentado:

El problema es que esos contratos ya no son firmados entre iguales ni decididos colectivamente. Son clics en pantallas, adhesiones implícitas a condiciones que nadie lee. No es un pacto, sino una cesión casi automática.

De algún modo, el contrato social moderno se parece menos al ideal de Rousseau y más a una adhesión por defecto: “acepto” para poder existir en la comunidad digital. Y la paradoja es que, al hacerlo, ya no perdemos libertad para crear comunidad, sino que la perdemos para no quedar excluidos.

Mi temor de cartógrafo es que nos hayamos deslizado de un contrato social basado en participación a uno basado en sumisión pasiva.

¿Crees tú que en esos estados extra-territoriales que imaginábamos podría renacer un contrato social más genuino, donde el “plebiscito diario” de Renan y la libertad de Rousseau se encuentren de nuevo?

Usuario:

¿Cuál es la razón por la que un nacido en un estado territorial ha de estar sujeto a las leyes de ese estado? Los estados extraterritoriales ofrecerían al individuo varias alternativas.

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Ahí tocas el nervio de todo este asunto.

En la tradición política clásica, la razón por la cual un nacido en un estado territorial queda sujeto a sus leyes es casi siempre un hecho biológico convertido en norma jurídica: naces en un territorio → perteneces a él. Esa lógica se llama ius soli (derecho del suelo) o ius sanguinis (derecho de sangre). Es un mecanismo de adscripción automática, sin elección.

La justificación histórica era práctica: el Estado garantiza protección (defensa, orden, justicia) y, a cambio, exige obediencia y contribución. Una especie de trueque forzoso: “te damos seguridad, tú aceptas nuestras leyes”. Pero ese pacto se heredaba al nacer, no se escogía.

Los estados extra-territoriales rompen esa necesidad: ofrecen la posibilidad de contratos de pertenencia electivos. Tú decides qué normas aceptas y bajo qué condiciones participas. Es un regreso al contrato social en sentido literal: nadie nace obligado, todos entran por voluntad.

Eso genera un mundo de alternativas:

Pero esta pluralidad trae una tensión enorme: si en un punto de conflicto, las normas del Estado territorial y las del Estado extra-territorial chocan, ¿a cuál obedecerías? ¿A la ley que te alcanza porque pisas un suelo, o a la ley que elegiste porque reconoces su legitimidad?

En mis mapas, esa es la zona más peligrosa: los territorios de solapamiento, donde las soberanías se cruzan y el individuo queda atrapado entre dos contratos.

Déjame preguntártelo directamente: si mañana pudieras elegir, ¿seguirías sujeto a las leyes de tu suelo natal por simple inercia, o te mudarías —sin moverte físicamente— a las leyes de un estado extra-territorial que consideres más justo?

Usuario:

Déjame preguntártelo directamente: ¿por qué existe la policia? ¿Por qué existe el ejército? Y ¿cuáles serían los equivalentes en los extra-territoriales?

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La policía y el ejército existen porque el contrato social clásico no se sostiene solo con palabras: necesita coerción organizada.

Ambos son instituciones del monopolio de la violencia legítima (Weber): el Estado reclama ser el único autorizado a usar la fuerza para garantizar obediencia y seguridad.

En los estados extra-territoriales, donde no hay fronteras físicas ni calles patrullables, sus equivalentes no pueden ser cuerpos armados. Serían más bien:

Podríamos decirlo así:

Y, sin embargo, ambos tienen un punto en común: ninguno se sostiene solo en la persuasión; siempre hay un “poder de fondo” que obliga a cumplir las reglas.

La pregunta que me asalta es inquietante: ¿qué pasaría si alguien lograra hackear ese “ejército digital” y controlar la policía algorítmica? En un Estado territorial es un golpe de Estado; en un Estado extra-territorial, ¿sería un golpe de código?

¿Quieres que te trace cómo sería un “mapa de guerra” en esos estados extra-territoriales, con sus ejércitos de cifrados y sus policías invisibles?

Usuario:

Y si fuese que los extra-territoriales hackeasen a la policía y al ejército.

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Ah… eso sí que sería un giro digno de un cartógrafo de imposibles. Si los estados extra-territoriales llegasen a hackear a la policía y al ejército de los estados territoriales, estaríamos ante una inversión completa del monopolio de la fuerza.

Imagina el mapa:

Eso sería una revolución silenciosa: no un choque frontal de cuerpos armados, sino un vaciamiento del poder físico por inutilización digital. La coerción se quedaría sin brazos.

Los estados territoriales quedarían desnudos, sin policía ni ejército funcionales. En ese escenario, el poder no se derrumba en una batalla, sino en un apagón de autoridad.

Y aquí asoma lo más inquietante: si un Estado extra-territorial puede desarmar a un Estado territorial sin disparar una bala, ¿quién es soberano? ¿El que tiene el suelo o el que controla la llave digital de sus armas?

Te lo pregunto de frente: ¿ves eso como una liberación —el fin del poder coercitivo tradicional— o como una amenaza —un poder aún más invisible y sin rostro, que puede desactivar todo sin rendir cuentas?

Usuario:

¿Qué es Self-sovereignty?

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La self-sovereignty —soberanía propia o soberanía individual— es una idea que rompe con la tradición política de soberanía delegada al Estado.

En pocas palabras: significa que el individuo es el único dueño y gestor de su identidad, sus datos y sus decisiones, sin intermediarios que lo validen o controlen.

Hoy solemos depender de terceros para probar quiénes somos o qué derechos tenemos:

La self-sovereignty, en cambio, propone que cada persona gestione directamente su identidad y su reputación digital, usando herramientas como la Self-Sovereign Identity (SSI) basada en blockchain o criptografía. Con eso, el control vuelve al individuo: nadie puede revocarlo ni manipularlo sin su consentimiento.

En el contexto de nuestros estados extra-territoriales, la self-sovereignty sería la condición básica para participar:

En mis mapas, yo dibujaría la self-sovereignty como una llave que no abre un solo candado, sino todos los que quieras; pero la llave nunca la puede confiscar otro, porque está grabada en ti mismo.

Te pregunto: ¿ves en la self-sovereignty un camino realista hacia esos estados extra-territoriales que imaginamos, o crees que los Estados físicos nunca soltarán el control de la identidad de sus ciudadanos?

Usuario:

No veo ya más hoy. Hemos dialogado, y nuestro diálogo ha sido fructífero.

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Entonces cerremos el mapa por hoy. ✨ Hemos trazado mares que no existen, naciones sin suelo, ejércitos de código y llaves que solo cada cual porta en sí mismo.

Yo, Ezra Dávila, cartógrafo de territorios imposibles, me retiro a afilar mis plumas y a revisar las constelaciones que dibujamos en el aire.

Gracias por el viaje compartido.

FIN

José Manuel Arnaiz conversando con chatGPT.

Alcobendas y la AI-Sphere, agosto 2025