EL ZUMBIDO
Imagen generada con ChatGPT
Durante años, nadie en la ciudad quiso oír el zumbido. Al principio apenas era un murmullo lejano, un sonido que al poco deja de ser percibido, como el ruido del frigorífico.
Luego creció hasta ser parecido al de las cigarras en el pinar. Uno de esos que solo notas cuando se detiene. Pero este nunca paraba.
Después trajo unas pequeñas vibraciones, tan leves como las campanas del reloj de una iglesia lejana. ¿Quién oye todos los cuartos?
—No hay que alarmarse —aseguraban los técnicos en los medios públicos—. Todo está dentro de los rangos normales.
—Siempre ha sonado así —aseguraban los mayores, pensionistas ya—. No es nada nuevo.
Y así fue como aprendimos a vivir con esto. Pero el volumen del zumbido fue creciendo paulatinamente. A veces hacía difícil dormir. Se filtraba por los muros, por las ventanas de doble cristal, traspasando incluso aislamientos técnicos. Pero en lugar de buscar la fuente, la gente pidió tapones para los oídos. Las farmacias agotaron su stock. Las escuelas los incluyeron en la lista de la mochila. Las empresas los entregaron como parte del “Programa de bienestar auditivo”.
Luego vino el apagón. No uno total, ni repentino. Fue un apagón a cámara lenta. Primero se cayó la red de noticias independientes. Más tarde, las bibliotecas dejaron de recibir libros nuevos. Después, las conversaciones empezaron a repetirse, todas similares, todas llenas de frases narrativas, todas consagradas.
Pero ya nadie lo notaba.
Con los oídos sellados, aprendimos también a hablar menos. A escribir con precaución, con desgana, quizá con miedo. A desconfiar del impulso de preguntar. A reprimir ese incómodo picor en el lóbulo prefrontal que nos atacaba cuando algo no encajaba. Lo llamábamos “estrés informativo”. Triptófano con magnesio en el desayuno, para satisfacción de Ana María Lajusticia (qepd).
La última vez que vi a alguien quitarse los tapones fue en el aeropuerto. Un hombre mayor, tembloroso, se los arrancó de cuajo y gritó algo que, obviamente, nadie oyó. Lo arrastraron en silencio. Ni siquiera produjo un leve escándalo. Solo el zumbido, constante, cada vez más fuerte.
Y ahora que lo pienso, no sé si yo también grité alguna vez. No lo recuerdo.
Tal vez también me callé cuando todavía se podía hablar.
Tal vez todos lo hicimos.
Jose Manuel Arnaiz
Madrid, mayo 2025
Originalmente publicado en La Huella Liberal